28 de junio de 2020
La desescalada del confinamiento y la llegada de la “nueva normalidad” están ofreciendo una imagen del comportamiento social de una parte de la población muy distinta a la que conocimos semanas antes cuando apenas nadie podíamos salir de casa.
Soy de los que creen que la mayoría de la población estamos demostrando -y seguimos haciéndolo- un alto nivel de disciplina y sentido de la responsabilidad para reducir los contagios. Sin embargo, aunque sean minoría no son pocos quienes actúan priorizando sus deseos y su propia comodidad, sin usar mascarillas ni respetar la distancia interpersonal, aunque se pongan en peligro a sí mismos y a otras personas, incluso a sus seres queridos.
No estoy hablando sólo de adolescentes, sino de gente de todas las edades. Focalizar el problema en los más jóvenes es un error pues, si bien es cierto que no es difícil ver por las calles grupos de chicos y chicas sin mascarillas y sin mantener distancias de seguridad, el fenómeno es bastante más amplio desde un punto de vista generacional.
Apenas hemos ganado el primer asalto del Covid-19 y en el intento se ha llevado por delante, en apenas tres meses, la vida de más de 30.000 personas sólo en nuestro país. Nos repiten por activa y por pasiva que el futuro es incierto y que no podemos descartar rebrotes y retrocesos en esta guerra. Los medios de comunicación informan constantemente del avance del virus en el mundo y del goteo diario de hospitalizados y fallecidos. Pero no parece suficiente para que algunos se tomen la molestia de comportarse responsablemente.
Esta realidad tiene consecuencias que no se limitan al riesgo de propagación de la pandemia y a las consecuencias sanitarias, económicas y de organización social en general que de ello se derivan. Afecta también a las relaciones sociales, a la confianza entre las personas. Cuando salimos a la calle no podemos pasar ya por alto quienes llevan mascarilla y quienes no, quienes respetan las distintas interpersonales y quienes no lo hacen.
Muchos de quienes nos esforzamos en seguir las medidas de protección sentimos enfado, desasosiego e impotencia al presenciar la conducta insolidaria de nuestros conciudadanos. Ha nacido una nueva división social, perdemos cohesión moral para cuidar del prójimo y esto puede afectar de manera muy negativa a cómo enfrentemos futuras crisis epidémicas o del tipo que sea.
Basta escuchar a los profesionales de la sanidad; o a quienes han pasado la enfermedad ingresados en hospitales y UCI; o a los que han perdido a sus familiares y amigos; o a los policías, bomberos y personal esencial que han visto de cerca la tragedia. Muchas de estas personas se lamentan por la poca cabeza, el nulo respeto y el profundo egoísmo de quienes incumplen las recomendaciones y prescripciones que salvan vidas.
¿Cómo nos comportaremos en el futuro si la pandemia se recrudece? ¿Los profesionales de los que dependemos mostrarán el mismo celo para salvar vidas que durante la primera atacada del virus? ¿Será igual la solidaridad con los enfermos cuando estamos presenciando que los contagios se producen en muchos casos como consecuencia de reuniones y comportamientos sociales inapropiados en estas circunstancias?
No estaría de más introducir estas preguntas en la conciencia de la población. Quienes intentamos seguir las normas necesitamos luchar contra la desafección que nos producen nuestros conciudadanos irresponsables; y éstos necesitan no dar por descontado que, llegado el momento, la sociedad vaya a solidarizarse y a luchar por ellos con el mismo compromiso que en el pasado.
Esta entrada puede leerse también en el blog de F. Javier Malagón
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